Tabula Rasa
2006 / Otoño >> Tabula Rasa – Colaboración con la publicación periódica Minerva, editada por el Círculo de Bellas Artes de Madrid. El artículo forma parte de un número de la revista dedicado a analizar la figura de Le Corbusier.
La renovación completa es absurda y
además imposible. No creo que el siglo XXI esté
preparado para una tabula rasa como
la que supuso el Movimiento Moderno a principios del siglo pasado. Le Corbusier fue
un héroe de la vanguardia, creía que una nueva
arquitectura haría posible un nuevo paisaje urbano, una nueva cultura
y, consecuentemente, un nuevo hombre.
Hoy, esas ideas parecen ingenuas, ilusorias.
Jacques Herzog
El concepto de «tabula rasa», acuñado por Aristóteles en el De Anima, rompía con las ideas de Platón defendiendo que la mente del recién nacido es como «una tabla lisa en la cual no hay nada escrito». Si es la ciudad la que se toma como ese recién nacido, la polémica está servida. A lo largo de la historia, la fluctuación entre las corrientes que han propuesto hacer tabula rasa con la ciudad preexistente y las que han abogado por la conservación de los cascos históricos ha sido constante. El siglo xx, como en tantos otros procesos sociourbanos, se ha comportado como un acelerador de partículas en lo que se refiere al debate urbanístico, con la figura de Le Corbusier actuando como notable catalizador.
Con estos mimbres conceptuales, LC plantea su programa urbanístico: «Pienso, pues, con toda frialdad, que hay que llegar a la idea de demoler el centro de las grandes ciudades y reconstruirlo, y que hay que suprimir el cinturón piojoso de los arrabales, trasladar éstos más lejos y, en su lugar, constituir poco a poco una zona de protección libre que, en su día, dará una libertad perfecta de movimientos y permitirá construir a bajo precio un capital cuyo valor se duplicará y hasta se centuplicará». El radical concepto de tabula rasa –destruir la obra arquitectónica del pasado para construir la del futuro– permitió a LC planear un nuevo paisaje urbano cuya herencia podemos reconocer en nuestras urbes actuales. La imagen de la ciudad moderna tenía como protagonistas enormes rascacielos repartidos de forma isótropa sobre el plano, emergiendo de un espacio público constituido como naturaleza salvaje. La escala brutal de la nueva ciudad superaba con creces la escala del individuo, que quedaba reducido a mero dato: 3.000 habitantes por hectárea era la densidad apropiada para la ciudad de las torres, ideal que quedó plasmado en proyectos como la «Ciudad de tres millones de habitantes» o el Plan Voisin para el centro de París. Este proyecto, de 1925, proponía demoler la zona centro de la capital gala situada al norte de la Isla de la Cité para construir en su lugar una gran cruz viaria, con un eje norte-sur y otro este-oeste, y un bosque de torres de viviendas de planta cruciforme y sesenta pisos de altura. La propuesta tan sólo conservaba algunos monumentos heterogéneos (Nôtre-Dame, el Arco de Triunfo, la basílica del Sacré Coeur y la Torre Eiffel), lo que anunciaba ya su transformación mediática. En oposición a la ciudad tradicional, caracterizada por la mezcla de usos, la ciudad moderna, racional y funcional se rige por un principio fundamental: la zonificación, es decir, la especialización de las áreas urbanas para satisfacer las cuatro funciones básicas de cualquier urbe: alojamiento, trabajo, ocio y circulación. Frente a los problemas endémicos de esas viejas ciudades que se «matan a sí mismas», LC enuncia en cuatro postulados radicales las bases del urbanismo moderno: 1- descongestionar el centro de las ciudades, 2- aumentar su densidad, 3- aumentar los medios de circulación y 4- aumentar las superficies verdes, ideas todas ellas que persisten en el debate urbanístico actual.
En los años cincuenta y sesenta, ciertas corrientes críticas dentro de la arquitectura moderna se revolvieron contra este urbanismo de tabula rasa al que, más tarde, la posmodernidad convertiría en el enemigo a batir, propugnando la recuperación del patrimonio histórico.
Con todo, si hoy día nuestras ciudades conservan su patrimonio, la protección se circunscribe a pequeños ámbitos, que sirven más a la creación de escenarios espectaculares para el consumo turístico que a la conservación de la memoria en ellos acumulada; en cuanto al tejido residencial de los centros históricos, raro es el caso en el que se renueva de forma conveniente, de modo que la población se ve expulsada a las nuevas periferias de baja densidad, cada vez más alejadas.
Ampliar el concepto de patrimonio para que incluya también los trazados urbanos, los elementos naturales, los espacios de socialización y tantos otros elementos urbanos, y comprenderlo como parte de la memoria colectiva, nos permitiría valorarlo, más allá de sus posibilidades para el marketing urbano, como un elemento de integración y cohesión social. Repensar la ciudad, comprendiendo el valor de la ciudad heredada como obra de quienes la han habitado, como reflejo construido de las relaciones sociales, sigue siendo, hoy día, una tarea pendiente.
Entre tanto, la idea de tabula rasa que preconizó LC sigue viva y, en nombre del higienismo y de un concepto mal entendido de calidad de vida, continúa produciendo calles vacías que, si bien nunca llegan a estar realmente desprovistas de peligros, sí se ven privadas de todo aquello que podría convertirlas en lugares confortables. Con todo, de justicia es reconocer que si el ideario urbano de LC ha contribuido a la configuración de nuestras ciudades actuales, el resultado es muy diferente a como él las imaginó, ya que la relación que estableció entre edificación y espacio libre se ha desvirtuado por completo dando lugar a una colmatación de torres en la periferia que poco tiene que ver con la idea de una naturaleza salvaje para el disfrute ciudadano.
Le Corbusier, ¿héroe o villano?