Capestang – Sète


Desayunamos distraídos leyendo en las paredes recortes de periódicos no muy antiguos colgados en marcos. Tratamos de reconocer el color original de sus fotos familiares comidas por el sol. El mantel es de hule que se nos pega en los codos.

El canal está en obras justo a la salida, tratamos de avanzar por carreteras comarcales que visualizamos en el mapa y recuperar la ruta del canal más adelante. No logramos entender cómo podemos retomar el canal, la señales son escasas y no nos ayudan. Aunque no existen muchas opciones, hoy escogemos siempre la incorrecta. Acabamos circulando por una carretera de la que no conseguimos salir, que acaba convirtiéndose en una autovía y que nos lleva a un cruce con la autopista a la entrada ya de Beziers. Detenemos nuestro piñón fijo con dificultad en una cuesta abajo pronunciada, vamos pasando coches que acceden en caravana a la autopista. Preguntamos por el canal en un acento francés que logra entender un trabajador que, con una señal en la mano, da paso al tráfico mientras trabaja la máquina apisonadora. Huele a alquitrán y pintura, nos acaba por dar dos pistas que nos resultan claves para retomar el canal ya en Beziers.
En esta ciudad se cruzan ramales y desviaciones del canal. Siguiendo nuestra intuición no nos es fácil encontrar el ramal que nos llevará directos al Mediterráneo. Cuando logramos situarnos, nos queda poca paciencia en los bolsillos. Estamos cansados, nos ha supuesto mucha tensión llegar hasta aquí y aún no hemos recorrido ni una pequeña parte de los kilómetros que tenemos previstos para hoy.

Nos tomamos un descanso, llenamos nuestra confianza meando detrás de un árbol y esperamos recuperar la energía perdida comiendo rápido y sin saborear dos plátanos.

Nuestras ruedas son finas, de 23′ y 28´. Las llevamos con mucha presión de aire, le quitamos un poco en previsión de que el camino del canal tenga arena.

Parece que la naturaleza nos lo quiere poner fácil. La pista se vuelve ancha, sin baches, podemos pedalear juntos en paralelo, con los kilómetros pasamos de hablar mucho a quedarnos en silencio.

Los árboles dejan de ser altos e inabarcables, por el aire ya nos llega el olor del mar mediterráneo.

Encadenamos un tramo asfaltado con unos senderos estrechos de tierra entre hierba. El sol está alto, despejado, no sentimos un calor molesto pero nos estamos bronceando.

Llegamos a un pequeño puerto que da acceso a un camping ambientado en el México indígena. Como algo ya visto alguna vez o imaginado no nos llama lo suficiente la atención como para pararnos. Estamos disfrutando del paisaje pero pasan los kilómetros hasta que nos detiene el entramado de compuertas de Le Libron. Aquí, un río se cruza con el canal, tardamos un tiempo en descubrir como las compuertas permiten el paso de los barcos mientras comparten los caudales perpendiculares.

Damos vueltas a nuestro mapa arrastrando nuestros dedos como en una ouija sobre el camino que nos llevara a Agde. Este pueblo es grande y turístico, no queremos equivocarnos y circular por una carretera con mucho tráfico. En Les Salisses, paramos no más de un minuto en el Euro Park, un montaña rusa sin vagones y un parque acuático sin agua que se extiende más allá de lo que nos permite ver la valla desde la que nos asomamos. Hacemos unas fotos, bebemos un poco de agua.

Hemos encontrado una carretera secundaria que entre villas parece que nos lleva a Agde por un asfalto envejecido, sin pintura, liso, pulido por el paso del tiempo. Es adictivo el rumor silencioso de nuestras bicicletas de piñón fijo sobre este tipo de asfalto. Permanecemos largo rato en silencio, como cazadores que no quieres ahuyentar a los animales.

En un cruce, sin darnos tiempo a consultar nuestro mapa, nos encontramos con una excursión de turistas jubilados que recorren el pueblo en bicicletas de paseo. Llevan cascos y chalecos reflectantes, circulan muy despacio en una fila larga disciplinada. Nos detenemos como en un paso de ferrocarril, no queremos romper esa armonía, nos sumamos a la fila justo cuándo vemos pasar al último, Entramos en el pueblo muy despacio detrás de un señor que va tranquilo mirando los edificios, viste bermudas, calcetines altos y una gorra publicitaria que no es de su talla.

Agde tiene toda la historia inevitable de su posición privilegiada en el mar mediterráneo. El río pasa grande, quedan murallas de batallas y todo el entramado urbano de un pasado comercial bullicioso. Nos sentimos en paz, como animales primitivos nómadas que encuentran el sitio perfecto para volverse sedentarios.

Comemos en las afueras del pueblo en una sombra que encontramos en la orilla del río. Tenemos enfrente un gran edificio de arquitectura señorial abandonado, vemos pasar un coche patrulla en lo que parece su ruta habitual. Utilizamos nuestras piernas como mesa, estamos sentados sobre unas maderas que, a modo de barandillas, delimitan el acceso al río. Abrimos un buen pan casero que dividimos en cuatro trozos desiguales. Con los más grandes hacemos unos bocadillos de cogollos de lechuga con anchoas del mediterráneo, y unas tostas de paté de campagne con los más pequeños.

La salazón de las anchoas nos ha dejado perezosos, con la lengua pesada, pensamos en un café pero bebemos agua. Cargamos con la basura y abandonamos el lugar dejando el suelo llena de migas de pan que pájaros e insectos sabrán valorar.

Buscamos el camino que nos lleve al faro que marca el final del canal. Vamos por un sendero muy cerrado, entre arbustos que vamos esquivando. Tratamos de mantener el equilibrio acompasando el pedaleo de nuestro piñón fijo a los obstáculos del camino. Vamos muy atentos, avanzamos ligeros jugando a no caernos.

Desde lo alto de un pequeño montículo que sigue paralelo al canal se pueden ver las primeras marismas. Los pájaros descansan y se alimentan sin mucho esfuerzo. Huele a agua de mar retenida, calentada por el sol. Es una planicie que no abarcamos con la mirada. Desde nuestra posición, un poco a la izquierda, solo vemos una casa abandonada que parece haber sufrido un incendio.

El sendero a esta altura es muy estrecho, sin baches, aparecen los juncos y las hierbas altas rozan nuestros pedales por momentos.

Decidimos acceder a el faro pese a que el camino de acceso indica que está prohibido. Es una pista de piedra blanca tan fina que a la vista parece arena, se levanta polvo blanco y el sol hace que el blanco del suelo se funda en el aire en único blanco que nos hace sentir que no pedaleamos sobre un suelo firme.

En los últimos metros del canal, a escasos metros del faro, vemos veleros amarrados en una fila. Contrastan con las embarcaciones hundidas, abandonadas hace años. Marinemos jóvenes se preparan para salir a navegar. Son los veleros de la escuela de navegación Le Glenans.

Sentimos que, como sea, tenemos que llegar pedaleando al faro. El camino desaparece y cruzamos montados en nuestras bicicletas los bloques de piedras que conforman el estrecho rompeolas del faro des Onglous.

El agua en este último punto, justo a los pies del faro, es verde. Hemos llegado, el cielo está despejado y podemos ver como el Mediterráneo se extiende a nuestra derecha y a nuestra izquierda por millas y, respirando fuerte, sentimos la sensación de Finisterre.
Hemos llegado. Hemos conectado el Atlántico con el Mediterráneo. Evitamos mirarnos, sentimos el pudor de poder parecer emocionados. El olor a mar por primera vez no es de agua contenida, lo podemos oler fuerte, nos sentimos dentro de un poema que emociona sin entender su rima.

Sacamos de nuestras alforjas el resto del cognac que nos queda en la petaca y nos lo terminamos en un brindis. Buscamos la forma de hacer la foto del faro que en una imagen diga ‘Fin’.

Nos cuesta dejar el faro, aprovechamos para mandar mensajes en privado, disimulamos la euforia de haber llegado, la melancolía de que el camino se ha terminado.

Pedaleamos dentro de un epílogo, nos quedan veinticinco kilómetros hasta Seté, ciudad donde vamos a dormir y desde donde sale el tren que nos devolverá a nuestras rutinas.

Accedemos a la primera playa que nos encontramos. La playa se llama Crusoe. Cruzamos apartamentos turísticos en construcciones baratas, algunas sin acabar, todas deshabitadas. Desmontados, arrastramos las bicicletas dentro de la playa, nuestros pies y las ruedas se hunden. Nos acercamos a la orilla, nos descalzamos, nuestras zapatillas y calcetines están irremediablemente llenos de arena. Nuestros pies dentro del agua parecen garras, sentimos el alivio del frío en nuestras piernas. Como osos comiendo salmones en un río, metemos nuestras manos en el agua para coger conchas, nos hacemos unas fotos, nos reímos.

Seté se puede ver como un punto en el horizonte a los pies de una montaña que acaba en el mar. Tenemos delante un carril para bicicletas de veinte kilómetros prácticamente rectos paralelos a la playa. El culo dolorido no encuentra posición cómoda sobre nuestros sillines, alguna duna se extiende ocultando con arena parte del carril, el viento es salado, gozamos inmensamente de cada uno de estos últimos kilómetros.

Nuestro hotel está en el extremo opuesto del pueblo. El pueblo es largo, con playas y población turista a la entrada. El puerto pesquero y el núcleo urbano están al otro lado de la colina.

Nos bajamos de las bicicletas en el puerto, es tarde pero aún mantiene la actividad pesquera de descarga de las capturas. Nos sentamos en una terraza: dos mesas y cuatro sillas entre dos montones de cajas de pescado. El bar es muy pequeño, el servicio es apresurado, descuidado, nos tomamos dos picon bière.

Hacemos sin pretenderlo un repaso de los momentos del viaje, lo extendemos y volvemos una y otra vez sobre las imágenes según se aparecen desordenadas en nuestra mente. Paseamos para elegir el restaurante donde cenaremos esta noche. La ciudad tiene ambiente festivo, es el encuentro internacional de veleros clásicos en Sète.

Cruzamos puentes sobre canales que permiten a los barcos pesqueros pasar las noches abrigados entre las casas del pueblo. Las tripulaciones de los veleros pasean y se mezclan con turistas ruidosos.
Conseguimos llegar al hotel que se esconde en una zona industrial, dejamos nuestras bicis candadas en un valla del parking, nos duchamos y perezosos nos cuesta desconectarnos del móvil para salir a cenar. Caminamos hablando de navegar, haciendo repaso de los veleros que nos encontramos, hacemos la compra de comida para el viaje de mañana. El restaurante es romántico, nos sentamos entre parejas. La mesa es pequeña, nos tocamos por las rodillas, bebemos vino blanco local, nos abandonamos a los mejillones. Moules frites y moules a la Sétienne.

Al salir del restaurante sentimos la humedad, hace frío. Nos ponemos nuestros jerseys a oscuras y caminamos despacio de regreso al hotel con la sensación de somnolencia que deja haber bebido vino.

(Suena el despertador. Son las 4:30 AM, no tardamos más de quince minutos en ducharnos, vestirnos, soltar las bicicletas de sus candados y salir camino de la estación. Somos los únicos habitantes despiertos, es de noche, vamos todo lo rápido que podemos, miramos a ratos los balcones de las casas para comprobar que aún nadie está despierto, el canal nos ha acostumbrado al inmenso placer de andar en bici en solitario, se nos hace corto.

Desmontamos las ruedas, los pedales y embalamos con prisas las bicicletas con papel film barato. Se nos rompe entre las manos y a estás horas resulta difícil encontrar el punto del rollo que permite continuar embalando. Ya en el andén, con nuestras alforjas apoyadas en el suelo desayunamos.

El primer tren nos lleva dormitando hasta Toulouse, tenemos una hora para hacer transbordo y subirnos a otro tren destino Hendaia. Repetimos desayuno en una mesa alta, café au lait y tart citron. Mientras un hombre afina un piano que alguien ha puesto en la entrada de la estación para que sea tocado libremente por los viajeros.

Viajamos compartiendo vagón con Miguel Angel García, nos cuenta sus proyectos musicales con un músico de Toulouse. Vamos cómodos pero las horas de tren se nos empiezan a hacer largas.

En Hendaia nos toca esperar al topo que nos lleva a Donostia, aprovechamos para desembalar y montar nuestras bicicletas. Subimos en el Euskotren en Donostia, ya sentados nos encontramos con Ugaitz, Carlos y un amigo suyo que buscaban un sitio para dejar sus Bicicletas. Se sientan a nuestro lado, han recorrido esa misma mañana en bicicleta Bilbao-Donostia. Vienen contentos, cansados, magullados por alguna caída, con manchas de sal del sudor ya casi seco y con cervezas frías. Compartimos comida, cervezas y conversación de rutas ciclistas durante casi tres horas.
Llegamos a Bilbao, las procesiones nos bloquean el paso en el Casco Viejo. Nos tomamos una cerveza y nos despedimos en silencio.)

Fecha: 17-04-2014
Recorrido: Capestang -Sète
Distancia: 81,75 kms.
Dormir: Ibis Budget 104 Avenue du Maréchal Juin. 34200 Sète. (+33) 892 702 018